3 Bendito sea el Dios y
Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda
consolación, 4 el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que
podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por
medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios. 2 Corintios 1.3, 4
El cuidado de Dios por nosotros se extiende aun a
los detalles más pequeños de nuestra vida. Él sabe cuando sus hijos sufren, y
anhela consolarles (Is 49.13).
La compasión del Señor es personal, continua y está
siempre a nuestro alcance. Recibimos su consuelo por medio del Espíritu Santo,
quien vive en nosotros. No hay ninguna situación o momento en que Él sea
inaccesible al creyente; podemos ser consolados y tranquilizados en cualquier
momento del día o de la noche.
Considere la manera como demostró Dios su compasión
por medio de la vida de Jesucristo. Él se relacionó incluso con los
“intocables”, personas que tenían el cuerpo infectado por una enfermedad
contagiosa (Lc 17.11-14). Ninguna enfermedad que tengamos le impedirá
cuidarnos. El Señor tuvo compasión de las personas enfermas. Pero no solo las
sanaba físicamente, sino que también les daba un consuelo aun mayor: una vida
nueva mediante el perdón de sus pecados. Y si nuestras enfermedades no
desaparecen, el Señor nos fortalece amorosamente para que podamos perseverar (2
Co 12.7-9).
¿Y qué de los desastres que nosotros mismos
creamos? La traición de Pedro a Cristo tuvo como respuesta el perdón (Jn
21.15-17). Las dudas de Tomás fueron respondidas por el mismo Jesús (Jn 20.27).
Nuestros errores no le impedirán a Él amarnos. Incluso a sus enemigos, Jesús
les dejó abierta la puerta para el arrepentimiento.
El consuelo y el cuidado de Dios son suficientes
para superar cualquier dolor. Una vez que hayamos experimentado su consuelo,
debemos convertirnos en portadores de consuelo para otros (2 Co 1.4).
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